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domingo, 28 de agosto de 2016

Fantasía, ciencia ficción e ideología

Una de las cosas que más me gusta de Twitter es ver cómo crecen y se desarrollan proyectos interesantes. Mi favorito ahora mismo es Todas Gamers, un blog acerca de videojuegos escrito íntegramente con mujeres y con perspectiva feminista. Han arrancado fortísimo, con dos o tres artículos diarios y un enorme plantel de colaboradoras. En sólo dos meses ha conseguido obtener una cantidad de visitas importante y generar una comunidad activa a su alrededor (1). Por supuesto, y como siempre que se analizan las frikadas desde el punto de vista feminista, ha surgido una importante corriente de trolls que trata de hundir el proyecto.

El artículo que más ha escocido hasta ahora es un texto (en realidad bastante suave y medido) donde se argumenta acerca de los sesgos machistas de The Witcher III. Esos dos nidos de imbéciles que son Forocohes y Menéame, a los que esta vez se agregó el foro de Meristation, bramaron contra la crítica. Por supuesto, la mayoría de argumentos eran estupideces: mi favorito es el que habla de realismo histórico… en un juego ambientado en un mundo ficticio (2). 

Al hilo de esto he estado pensando. En la ficción hay dos tendencias que se suelen poner juntas: la fantasía y la ciencia ficción. La distinción entre una y otra nos podría ocupar varios artículos o incluso una tesis doctoral, pero a efectos de este post diremos que una trata sobre el pasado y la otra sobre el futuro. La fantasía utiliza elementos provenientes de las creencias que ha tenido el ser humano en diferentes momentos (mitología, magia, criaturas fantásticas) y construye sociedades más o menos basadas en la historia. La ciencia ficción, por el contrario, es una especulación acerca de cómo evolucionará nuestra especie en el porvenir.

Eso me ha hecho plantearme una hipótesis: ¿sería posible que la ciencia ficción fuera un género más “progresista” y la fantasía uno más “conservador”? Por supuesto, hablamos de corrientes que tienen décadas de historia a sus espaldas, por lo que todo lo que se diga será una generalización y se podrán encontrar contraejemplos a porrillo. Sin embargo, creo que no soy yo el único en pensarlo. Por ejemplo, en el prólogo español de El marciano (Andy Weir), el editor sostiene que mientras que la ciencia ficción se fuerza en imaginar futuros hacia los que tender, la fantasía es mero escapismo. Y no hay nada más conservador que el escapismo, es decir, la huida hacia un mundo de ficción que no nos haga plantearnos ninguno de los conflictos del mundo real.

Sin llegar a tales extremos, podemos analizar a los autores más conocidos de cada género. ¿Quién es el fundador de la fantasía moderna? J.R.R. Tolkien, un catedrático inglés católico y conservador. Este señor es el principal referente hasta que en los ’90 la cosa empieza a cambiar. Mientras tanto, ¿quiénes estaban definiendo lo que entendemos como “ciencia ficción”? Isaac Asimov, un hombre que tenía fuertes discusiones con su editor cada vez que éste le pedía que introdujera razas extraterrestres inferiores a la humana, representada siempre por un hombre blanco (3). Ray Bradbury, que habló sobre cómo el adocenamiento social lleva a la quema de libros y describió un éxodo masivo de personas negras a Marte para evitar la acción del KKK. Philip K. Dick, cuya ideología era un tanto caótica pero desde luego nada conservadora. Ursula K. Le Guin, reconocida anarquista y feminista. Y podría seguir.

¿Y los temas? El tema tradicional de la fantasía ha sido la lucha del Bien contra el Mal, así, en mayúsculas y sin matices. Han tenido que venir Pratchett, Abercrombie, Martin, Sanderson o Sapkowski, ya en los ’80 y sobre todo en los ’90 y los ‘00, para que las cosas empiecen a cambiar. Aun así creo que, salvo excepciones, la fantasía más puntera está todavía reaccionando a ese tropo que tanto la ha lastrado. Todos los autores que he mencionado, por ejemplo, han escrito historias corales, con varios protagonistas y puntos de vista, tratando a toda costa de evitar los “malos muy malos” y los “buenos muy buenos” (4).

Eso es sin duda un avance, pero ¿qué ha hecho mientras tanto la ciencia ficción? Ha especulado sobre qué es lo que nos hace humanos, sobre la forma en que nos condicionan el género y la raza, sobre nuestra relación con el planeta, sobre la vida en comunidad, sobre la cordura, la adicción y la enfermedad mental, sobre las orientaciones sexuales… en la fantasía no se ha hecho nada de todo esto. Por poner un ejemplo: existe toda una corriente de ciencia ficción feminista (Russ, Le Guin, Tepper, Atwood, Sturgeon…), que habla sobre la condición femenina. En fantasía no hay nada similar: hay obras de carácter feminista (Las nieblas de Avalon, de Bradley), pero aisladas.

¿Hablamos de los protagonistas? En la fantasía más pura tienden a ser chicos jóvenes, procedentes de entornos humildes, que acaban siendo herederos reales, grandes magos o las personas de las que habla una profecía. Más adelante, la mayor parte de autores que he mencionado hace dos párrafos empezó a introducir mujeres en sus historias, que muchas veces destacan por estar bien escritas. De nuevo, eso es bueno, pero falta diversidad. Como se pregunta acertadamente Rocío Vega en este post, ¿dónde están los protagonistas discapacitados, ancianos, feos, reales?

Pues, aparentemente, en la ciencia ficción. Sí, hay mucho campo de nabos entre los protagonistas. Por poner dos ejemplos, Dick o Asimov nunca escribieron a una mujer que no fuera una secundaria sin personalidad, un interés romántico metido con calzador o una antagonista plana. Pero la variedad es infinitamente mayor. Puedo citar sin esforzarme una docena de obras de ciencia ficción cuyos protagonistas son mujeres, personas no blancas, gente con discapacidades o ancianos.

Creo sinceramente que mi hipótesis es correcta. La ciencia ficción es un género más progresista que la fantasía, tanto por los temas que ha tratado como por la forma en que los ha tratado. Pero también creo que no es una cuestión esencial, sino histórica. Cada corriente tiene su historia y sus hipotecas: en el caso de la fantasía, Tolkien y las obras producidas en serie a partir de juegos de rol han pesado mucho en la evolución del género. Pero es obvio que estamos en una época de transición: ahora hay muchos más referentes, y eso es bueno para la diversidad y para romper las barreras que tradicionalmente han encorsetado la fantasía.

Hora es de ponerse a ello.








(1) En lo personal, y aunque yo no soy el que importa aquí, Todas Gamers ha hecho que me interese por las novedades del mercado de videojuegos, algo que nunca pensé que pasaría.

(2) El argumento es estúpido no sólo porque en una obra de ficción el autor es el dios omnipotente y puede crear el mundo que le dé la gana, sino porque en realidad la Edad Media (que es un periodo que vivió un continente entero durante diez siglos) fue mucho más variada de lo que solemos creer. Dejo dos artículos maravillosos sobre el tema: uno de Delfina Palma y otro de Kameron Hurley.

(3) Luego en su vida diaria era un machista y un tocaculos en convenciones. Si es que no puedes tener héroes.

(4) Lo jodido es que he hecho la lista sin pensar en esa característica de sus obras, que me ha saltado a los ojos cuando he visto todos los nombres puestos uno detrás de otro.



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miércoles, 24 de agosto de 2016

Los jueces sagrados

A veces parece que la vida conspira contra ti. Me he tirado meses con la entrada sobre la familia en la recámara de “pendientes”. Al fin la escribo, la publico… y, a los pocos días, aparece en prensa un texto que habría valido perfectamente para ilustrar la forma de pensar que denuncio en ella. Me refiero, claro está, a la entrevista al juez Emilio Calatayud que se ha publicado recientemente en El Mundo.

Para quien necesite antecedentes, Calatayud es uno de los primeros jueces de Menores que hubo en España. Los Juzgados de Menores se encargan de juzgar a las personas de entre 13 y 17 años que cometen delitos. Normalmente estos delincuentes tienen un perfil muy específico: están en proceso de formación ética y juegan con los límites legales, pero no son especialmente difícil de rehabilitar. De hecho, la mayoría de delincuentes juveniles dejan esta clase de vida cuando llegan a la edad adulta. Sin embargo, un castigo demasiado invasivo puede cargarse esta tendencia. Calatayud se hizo famoso poniendo sentencias que buscaban de verdad la reinserción: condena a los menores a hacer un tebeo sobre su delito, a estudiar, a estar alejados de elementos que considera criminógenos, etc.

No tengo nada que objetar a esa trayectoria: me parece genial tener una cabeza visible que hable a favor de la rehabilitación de delincuentes menores de edad. Si ha conseguido que un solo menor se aparte de un camino que le llevaría al ciclo de delincuencia-cárcel, todo su trabajo como juez me parece justificado. Ahora bien, el problema es que Calatayud, aprovechándose de esa fama, se ha convertido en una especie de gurú de la educación. Mucha gente asiente con convicción cuando aparece algún artículo suyo en prensa. Esto lo he visto incluso con personas de izquierdas, lo cual resulta curioso porque es un señor que huele a cerradito desde lejos.

Miremos su última entrevista, en la que defiende la forma en la que le educaron a él, allá por los años ‘60. Como si no hubiera llovido mucho desde entonces en técnicas educativas y pedagógicas. Es un ejemplo maravilloso de nostalgia: lo que a los señores treintañeros les pasa con la Cazafantasmas original, a él le sucede con las collejas de sus padres y el “pues no comerás otra cosa hasta que no desaparezca lo que hay en la mesa”. Toda la entrevista es un compendio de contradicciones (1), falacias (2), cuñadeces (3), mentiras (4) y consejos más que discutibles (5), por no hablar del vídeo tecnófobo que la acompaña (6).

Sin embargo, mi objetivo en este artículo no es comentar la entrevista (algo que he relegado a las notas al pie) sino preguntarme otra cosa: ¿por qué se le sigue dando voz a semejante indocumentado? La respuesta más obvia sería “porque no es un indocumentado”. Y efectivamente, los defensores de Calatayud siempre sacan a relucir sus 36 años como juez y sus 17.000 sentencias en procedimientos de menores. Efectivamente, son muchos años y mucho trabajo que le acreditan como experto… en Derecho penal y procesal de menores.

El problema es que su señoría, cuando le entrevistan en prensa o cuando le invitan a conferencias, no habla acerca de derecho de menores. Ése es un tema demasiado técnico. Prefiere hablar de otros campos del conocimiento, sin duda cercanos al Derecho penal pero que no tienen mucho que ver con éste: pedagogía, psicología, sociología... Temas de los cuales no sabe demasiado, porque haber tratado con muchos menores no te convierte en pedagogo. Y así, su discurso se convierte en una amalgama de lugares comunes bastante manidos que, eso sí, sirve para que todos los cuñados de este país asientan con la cabeza y digan “éste sí que sabe”.

Digámoslo claro: un juez no es más que un señor que se ha sacado una oposición complicada. No tiene por qué ser buena persona, no tiene por qué ser inteligente, ético o justo ni tiene por qué saber de ningún tema más allá de los que caían en el examen. Si luego, en su tiempo libre, decide formarse en otras materias, pues miel sobre hojuelas. Pero es improbable que sus opiniones en dichas materias sean nunca dignas de tenerse en cuenta.

Este post no va sólo por Emilio Calatayud. Tenemos una cierta tendencia a sacralizar las decisiones y opiniones de los jueces. “Esto es así, lo ha dicho un juez”, “pues no es eso lo que dice el Tribunal Constitucional”, “el TEDH afirma lo contrario de lo que tú dices”. Por supuesto esta tendencia se magnifica cuando la decisión judicial va a nuestro favor o apoya nuestra causa, pero yo diría que tiene una existencia autónoma. La judicatura es una carrera prestigiosa y, para cierta gente, todo lo que diga uno de sus integrantes va a misa.

El problema es que no es así. Una sentencia será respetable en tanto en cuanto esté bien argumentada y emplee correctamente los conceptos jurídicos que maneja. Y estos requisitos no siempre están presentes. A veces, como en el caso de las tasas judiciales, la argumentación cambia a la mitad de la sentencia por oportunismo. Otras es simple estupidez, desconocimiento o prisa por parte del tribunal. En todo caso, la conclusión es la misma: las decisiones judiciales y las opiniones de los jueces son tan criticables como cualquiera.

Así pues, no, no me voy a convencer de una cosa por mucho que la diga un juez. He conocido a demasiados jueces idiotas y he leído demasiadas sentencias que parecían puestas con el culo como para tenerle esa clase de respeto sagrado a la profesión. La triste verdad es que los jueces no son dioses: pueden ser tan cuñados como cualquiera y sus decisiones son criticables. Y de esto es un buen ejemplo el señor Calatayud.







(1) Como en la primera pregunta, donde dice que una colleja no es maltrato pero que él juzga (y, por el tono, condena) a los hijos que se la propinan a los padres. O la segunda, donde menciona que Zapatero les quitó la autoridad a los progenitores y acto seguido cita el artículo 155 CC.

(2) La pendiente resbaladiza de “se empieza pegando a los padres y se acaba agrediendo al presidente del Gobierno”.

(3) “Yo, a esos padres que fomentan que sus hijos no vayan a estudiar, les quitaba el PER, la ayuda familiar y el vivir del cuento. Si tú no cumples con tu obligación, que es llevar a tu hijo al colegio, por qué va a cumplir la sociedad contigo”. Pues a lo mejor porque retirar todas esas ayudas hace que el menor acabe en una situación peor de la que empezó. Digo yo que se podrá sancionar a los progenitores sin cargarse el ambiente familiar del menor, ¿no?

(4) Cuando dice que para tener un hijo delincuente la receta incluye “no darle ninguna educación espiritual”, por ejemplo.

(5) La idea de que hay que vulnerar la intimidad de la prole, así, sin mas, sin causa que lo justifique, sólo para ver qué encuentras. Con lo único que hay que tener cuidado es con “que no nos pillen”. No dice lo que pasa con la confianza paternofilial cuando, de forma indefectible, el adolescente pilla a su progenitor hurgando en sus cosas.

(6) Dice que el móvil es una droga, una herramienta para cometer delitos y un medio para ser víctima de delitos. Lo primero es una tontería, las otras dos cosas son ciertas y en todo caso se están obviando las múltiples facetas positivas del invento.



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jueves, 18 de agosto de 2016

Cuñadismo jurídico

Vivimos en una sociedad permeada por el derecho. Vayamos donde vayamos, hagamos lo que hagamos, hay una norma que lo regula. Está escrito lo que podemos hacer, cómo podemos hacerlo y qué pasará si desobedecemos. Leyes, reglamentos, ordenanzas, directivas europeas… apenas quedan espacios de libertad no jurídica, si es que ese concepto tiene algún sentido.

Así que es normal que, en este marco, la gente opine sobre el derecho. El problema es que esa opinión suele estar más bien poco informada. O, dicho de otra forma, la gente dice unas barbaridades que te quedas temblando. No hablo ya del cuñado de barra de bar que, ante el último asesinato mediático, golpea muy fuerte la mesa mientras grita que al asesino tendrían que sacarle la confesión a hostias y luego le tendrían que aplicar la pena de muerte. Me refiero más bien al listo que te cuenta las perfectas leyes que él instauraría si le dejaran o te explica procedimientos a prueba de bombas para burlar las normas que hay y se enfada cuando le señalas los obvios fallos de su razonamiento.

Ejemplo típico: “yo nunca cojo ninguna carta del Ayuntamiento por si es una multa. Si no me notifican no te pueden sancionar”. Esta clase de pensamiento es absurdo, porque implica creerte más listos que todas las personas que diseñaron y que manejan los procedimientos sancionadores. ¿De verdad te crees que vas a lograr burlar a esa gigantesca máquina de notificar que es la Administración? ¿En serio piensas que no hay maneras de darte por notificado? Negarte a coger una notificación puede funcionar (recalco el condicional) si se trata de cosas sometidas a plazos muy cortos, como el nombramiento para una mesa electoral. En el resto de casos, mejor que no hagas el idiota.

Otro ejemplo, éste procedente de un caso real que me contaron: “si yo creo una página de descargas y me detienen acusándome de pirateo no me podrán sancionar, porque ¿cómo sabe el juez que los usuarios de mi web no son mis amigos, con los cuales estoy compartiendo la copia privada a la que tengo derecho?” Esto ni siquiera voy a comentarlo, porque es manifiestamente absurdo. ¿Cómo se va a creer nadie que una página web abierta al público a la que acceden millones de personas diarias es la forma en que tú tienes de compartir con tus colegas las películas que te compras? ¡Que lo de “un millón de amigos” no iba por ahí (1)!

¿Qué propicia esta clase de soluciones mágicas, completamente desconectadas de la realidad? A mi entender, un cóctel de desconocimiento, ingenuidad y arrogancia. Con “desconocimiento” no me refiero sólo al texto legal: estas chorradas normalmente vienen de alguien que ha leído algún que otro artículo de la ley. Pienso en cosas más generales: desconocimiento de que el derecho es un sistema y que todas sus partes se conectan (2), desconocimiento de conceptos jurídicos básicos (3), desconocimiento de las estrategias interpretativas que se utilizan en derecho, desconocimiento de lo que ha dicho la jurisprudencia sobre el tema, etc. Un desconocimiento que sólo puede paliar una formación jurídica en condiciones, sea reglada o autodidacta.

La ingenuidad se ve sobre todo en pensar que cualquier idea que se te ocurra tras pensar dos minutos en un problema te permite burlar una ley hecha para regular situaciones complejas. Pero también la aprecio en todas las soluciones para reformar la Constitución, cambiar tal o cual ley, simplificar el derecho (4) y otros tantos objetivos loables que puedes leer en foros y comentarios de blogs. Ideas totalmente ajenas a la realidad, que no tienen en cuenta los procedimientos establecidos ni razonan sobre los posibles efectos perversos que pueda traer la propuesta.

La arrogancia, por su parte, es lo que convierte una opinión desinformada en una cuñadez. Es decir, cualquiera puede opinar sobre un campo que no es el suyo. Faltaría más, la libertad de expresión está para algo. Pero conviene informarse antes de abrir la boca. Y, si gente que sabe del tema te avisa de que estás diciendo tonterías, quizá no merece mucho la pena enrocarse en tu idea.

El derecho (o, más bien, la labor del jurista) no es una ciencia. La expresión “la ciencia del derecho”, que se sigue usando, no es más que una frase hecha. Sin embargo, eso no justifica que cualquier opinión sobre el tema sea válida. Porque el derecho es una técnica: un conjunto de normas, procedimientos y conocimientos que se usan para una tarea concreta, que en este caso es la interpretación de la ley. Si careces de este conocimiento técnico, tus opiniones no tienen mucho peso. No puedes buscarle las vueltas a la ley, desobedecerla o retorcerla a tu favor si no conoces el lenguaje legal, no entiendes el significado de los conceptos ni sabes cómo la interpretan los tribunales. Es simplemente imposible.

Yo entiendo perfectamente esta necesidad de hablar de temas jurídicos. Como decía en el primer párrafo, es un tema que está por todas partes. ¿Es tal político un corrupto? Tema de derecho. ¿Te llega una multa a casa? Derecho. ¿Tienes un problema con tu casero? Derecho. Mires donde mires hay normas. El objeto de estudio de la técnica jurídica nos toca día a día. Por no hablar de que, como el poder del Estado se expresa en leyes y reglamentos, cualquier opción política a la que te adscribas tiene que hablar de las leyes que hay y de las que debe haber. No niego nada de eso.

Pero por favor, un poquito de mesura al hablar. El derecho no es una materia infinitamente rígida de la que puedas escapar apartándote mínimamente de la literalidad de la ley ni una materia infinitamente dúctil que se pueda retorcer hasta que pierda toda su forma. Cualquiera de esas dos opciones es mala, y resulta muy fácil caer en una de ellas si no sabes de lo que estás hablando. Así que, por favor, antes de abrir la boca piensa en lo que vas a decir. Y, si la cagas, mejor dar un paso atrás que mantenerte en tus trece. Tus interlocutores te lo agradeceremos.







(1) Por si os interesa, existe jurisprudencia sobre los requisitos que debe reunir una relación para poder llamarla “amistad”. Se ha dictado en el marco de permisos de visita en la cárcel. Respecto de la anécdota, termina con que el interlocutor del lumbreras le dijo que el juez nunca se creería semejante soplapollez, ante lo cual el otro contestó “¿y qué importa lo que piense el juez?” Con dos cojones.

(2) Una vez vi un cartel maravilloso que decía que las mujeres que interponían denuncias falsas de violencia de género cometían tres delitos: estafa procesal, denuncia falsa y calumnia. Lo cual sería cierto si no hubiera una regla para resolver los casos en que una misma conducta parece encajar en varios tipos penales. Semejante tontería sólo la puede decir alguien que se ha leído los delitos previstos en el Código Penal sin entender que hay reglas generales para interpretar y relacionar esas normas.

(3) Por ejemplo, el tema de que con una denuncia falsa por violencia de género “te detienen sin pruebas, sólo con el testimonio de ella”. En esa frase hay muchas cosas mal, pero me centraré en dos: las pruebas propiamente dichas no se practican hasta el momento del juicio (en el cual ambas partes pueden valorarlas y opinar sobre ellas) y un testimonio es un tipo de prueba (que, como todas, se valora y es más o menos creíble dependiendo del contexto).

(4) Con cierta frecuencia ves a gente de otras áreas de conocimiento (ingenieros, matemáticos) decir que el derecho debe poder reducirse a unos cuantos axiomas lógicos de los cuales deducir lo demás. Que dan ganas de decirles “¡enhorabuena, habéis descubierto la Ilustración! ¡Bienvenidos al siglo XVIII! ¿Qué tal si dedicáis un rato a informaros de lo que ha pasado en estos últimos dos siglos y mientras los mayores hablamos de cosas serias?”



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domingo, 14 de agosto de 2016

La familia como institución

Una de las cosas buenas que tiene nuestra sociedad es que podemos criticar cualquier cosa que no nos guste. Todo lo que antes era sagrado es hoy objeto de cuestionamiento e incluso mofa. Dios, el Estado, el mercado, la democracia, la monarquía… de todo nos podemos reír. Habrá a quien no le guste la crítica, pero en general se reconocerá tu derecho a hacerla. Sin embargo, hay una idea que es en buena medida invisible, un concepto que parece tan “natural” y “normal” que resulta ajeno a la crítica. Me estoy refiriendo a la familia.

En general puedes, más o menos, criticar a tu familia. Es muy probable que, si eres joven, los extraños reciban tu crítica con sonrisitas de condescendencia y superioridad. “Ya cambiarás”, “ya entenderás que tus padres te quieren”, “mucho meterte con ella, pero tu familia está ahí para lo bueno y para lo malo”. Nadie te hará ni caso pero tampoco se molestará por lo que digas y, por tanto, no intentarán acallarte.

Esto será así mientras no trates de ir más allá de la crítica a tu familia. Como se te ocurra generalizar y meterte con la familia, con el concepto de familia, de repente la condescendencia se convierte en hostilidad y virulencia. Gente a la que creías muy avanzada y progresista te salta con argumentos marcianísimos sobre la presunta condición natural de la familia, con insultos y con acusaciones de ser un resentido. Parece que la familia es algo que aún goza de buena salud.

No es esto lo que dice la derecha. Para los conservadores apocalípticos la familia está en grave peligro. ¿Cuál es la amenaza? La aparición de nuevos modelos que se añaden a la familia nuclear de la que ya disfrutábamos en occidente. Familias homoparentales, monoparentales, singles, reconstituidas, etc. Ahora cada quien puede constituir más o menos la familia que desee. Pero, a mi entender, esta evolución no quiere decir nada. Porque estas nuevas modalidades lo que quieren es alcanzar los beneficios jurídicos, económicos y sociales que tiene la familia tradicional. Es decir, de alguna manera quieren institucionalizarse.

Cuando hablamos de la familia siempre aparece por ahí esa palabra: “institución”. No es baladí. Usamos el término para referirnos a algo importante, básico, que merece defensa. La propia RAE dice que una institución es “una de las organizaciones fundamentales de un Estado, nación o sociedad”, y nadie negará que a la familia en la España del siglo XXI esta definición le encaja como un guante. Sí, nuestra sociedad está constituida por familias: no podríamos entenderla salvo que la miremos desde esa perspectiva.

Caracterizar a la familia como institución es importante, aunque no por las razones que creen sus defensores. Las instituciones, para mantenerse, ejercen poder. Esto es particularmente visible en las instituciones públicas, porque el Estado tiene el monopolio de la violencia legítima. Pero en las instituciones privadas (familia, empresa…) también hay relaciones de poder. Algunas son legales, otras aprovechan los huecos del sistema y las menos son directamente ilegales, pero todas existen y se reproducen sin control.

¿A qué me refiero? A que en la familia se consienten, toleran e incluso fomentan conductas que en otra clase de relación (de amistad, de pareja, de compañeros de piso…) serían tachadas de inaceptables. Chantajes emocionales, golpes de autoridad, castigos arbitrarios y desproporcionados, humillaciones públicas… No, no exagero. Pensemos en ejemplos. Supongamos una pareja heterosexual que habita en un piso propiedad del varón: ¿sería aceptable que él dijera “mientras vivas bajo mi techo harás lo que yo te diga”? ¿Seguiríamos teniendo relación con un amigo que nos dijera “no vales para nada, vas a fracasar en todo lo que hagas en tu vida”? ¿Aguantaríamos que un vecino nos gritara insultos por infringir las normas de la comunidad? ¿A que no?

Sin embargo, todas estas conductas son normales en la institución familiar. Oh, puede que estés pensando “eso en mi familia no pasa”, y tendrás (espero) razón. Pero la cuestión no es que en una determinada familia todo el mundo se comporte con educación y respeto, sino que el sistema garantiza que algunos de sus miembros tienen la potestad para dejar de hacerlo sin que haya consecuencias. Hay miembros que tienen la capacidad de sentarles la mano a los demás y de conseguir éstos hagan lo que ellos digan. A eso se le llama poder. Pueden no necesitar ejercerlo (porque los demás miembros obedecen sus instrucciones de buena gana) o no estar acostumbrados, pero si hace falta lo ejercerán.

He dicho “algunos de sus miembros” de forma consciente. Quiero apuntar a otra parte de la cuestión: la familia no es una institución igualitaria, sino jerárquica. Fijándonos sólo en la familia nuclear, el poder se ejerce de progenitores a prole. Y esto, que puede ser razonable cuando hablamos de criaturas de cinco o diez años (a la que hay que educar y contener), deja de serlo más adelante. Por supuesto, hay otras líneas de poder: influye la edad (el hermano mayor sobre el pequeño) y el género (la madre no tiene la misma autoridad que el padre).

Todas estas jerarquías se enmascaran como algo lógico, normal, sobre lo que no merece la pena hablar porque es consustancial a la esencia de las cosas. ¿Qué hay más natural que una familia heterosexual, monógama y nuclear donde el padre ejerce la autoridad sobre sus hijos? Pues, a tenor de las diferentes formas que ha tenido la familia a lo largo de la historia (y de la geografía) y de lo que han cambiado los límites de esa autoridad, cualquier cosa. No, la familia no es una formación natural, sino una creación humana que cambia según la sociedad en la que esté.

Algo que garantiza que estas jerarquías se mantengan es la ley del silencio que pesa sobre los abusos familiares. El típico “los trapos sucios se lavan en casa”. Una de los lemas feministas más extendidos es “lo personal es político”, que nació precisamente para mostrar que la violencia de género es un asunto de toda la sociedad. La idea ha ido calando: hoy, por suerte, es difícil encontrar a alguien que sostenga el carácter privado de la violencia de género. Ahora lo que toca es extender esta idea y aplicarla a otras violencias intrafamiliares (1).

Por suerte hay quien ya lo hace: la omertá se está rompiendo. Las redes sociales sirven como un catalizador magnífico para que gente joven de toda condición cuente sus experiencias con progenitores abusivos, agresores o simplemente imbéciles. Recuerdo por ejemplo el proyecto @NoSonDepravados, que trataba de visibilizar los abusos sexuales a menores en el ámbito familiar, y que quedó inactivo cuando su fundadora recibió tal cantidad de acoso que tuvo que cerrar sus perfiles en las redes sociales (2). Pero no hace falta irse tan lejos. Cualquier persona puede relatar estas cosas en su cuenta personal (¡sacrilegio!) y, escudada en el relativo anonimato que proporcionan las redes, recibir el apoyo y la solidaridad de sus pares. Y, mucho más importante, darse cuenta de que casos de abuso familiar los hay a puñados, que no son ni mucho menos algo aislado. Eso da fuerzas para resistir.

Una segunda nota que refuerza las jerarquías familiares, junto con la ley del silencio, es esa idea de que la familia es eterna, de que nunca te podrás librar de ella. Podrás irte de la casa donde naciste (a fundar, claro, tu propia familia), pero nunca podrás romper los lazos con quienes te criaron. “La familia siempre va a estar ahí para lo bueno y para lo malo”, dicen con tono de maldición bíblica, “así que mejor que te resignes, tragues con toda la mierda que te quieran hacer comer y pongas una sonrisa si no quieres que sea peor”. La idea de que es imposible salir de tu familia fomenta actitudes de pasividad.

La familia es la única relación que se nos vende como coactiva. Si tú no eres feliz con tu pareja, puedes dejarla. Si tu grupo de amigos ha dejado de llenarte, puedes dejar de verlos. Si en tu trabajo lo pasas mal, nadie obstará a que te largues. Si tu comunidad de vecinos es un infierno, tus allegados te recomendarán que te mudes. Pero di que quieres salir de tu familia, cortar todo contacto con ella. Si eres adolescente, tu intención será recibida con sonrisillas de condescendencia. Si eres adulto y la has ejecutado, te mirarán raro o pensarán que hay una historia muy turbia detrás. Y no tiene por qué haberla: en este post estamos hablando de casos graves, pero en realidad, si nada te une con un familiar (tu abuela, tu padre, tu hermana), si no le quieres, si te es indiferente lo que le pase, si no te aporta nada, ¿por qué vas a mantener ese contacto?

Fuera imposturas: ninguna relación es obligatoria. Las relaciones sólo deberían mantenerse cuando las dos personas implicadas quieren que así sea. Tienes el derecho de terminar sin sentirte culpable cualquier relación insatisfactoria, sea con tu pareja, con tus colegas, con tus familiares lejanos, con tus hermanos o con tus padres. Pero claro, asumir este principio como norma general quiere decir que los progenitores tienen que trabajarse las relaciones con su prole. Y eso implica rebajar el principio de autoridad y el “porque yo lo digo” y empezar a conocer a los propios hijos, a hablar con ellos, a compartir momentos… en definitiva, a crear una relación (3). Claro, eso cuesta si no tienes costumbre, pero no hay otra.

Hay que asumir que el hecho de ser progenitores, abuelos, tíos o hermanos no convalida nada. Tu hermano puede ser una mala persona. Tu abuelo puede ser un cabrón manipulador y autoritario. Tus padres pueden no quererte. Los automatismos tipo “son tu familia, te quieren” son mentira: nadie quiere a otra persona sólo por compartir unos vínculos de sangre y una historia conjunta. El amor se demuestra con los hechos (con los cuidados, con el cariño diario, con el apoyo), no con las palabras. Si un familiar te ignora, te humilla, te controla o te golpea es que no te quiere, diga lo que diga al respecto. Y no está mal desvincularte de quien te hace infeliz.

Creo que la familia (jerárquica, basada en la ley del silencio, de la que no puedes irte) goza de buena salud porque las nuevas formas familiares parece que buscan, como digo, institucionalizarse. Pero también veo que en mi entorno cada vez más gente se da cuenta de la trampa y trata de evitarla. Últimamente conozco a bastantes personas que han cortado todo contacto con sus familiares cercanos o que planean hacerlo próximamente, y no les va mal. Crean otras clases de lazos, basados en los cuidados mutuos (4). A mi alrededor hay agrupaciones heterogéneas, más fluidas y flexibles que cualquier cosa que quiera llamarse “familia” y en donde veo más felicidad que en las familias que me rodean.

No sé si estamos ante un cambio cultural propiciado por las redes sociales o es que yo me muevo en un entorno peculiar. Lo que sé es que la familia es una institución y, como tal, no es natural: evoluciona, muta y se puede cambiar. Y además, le es aplicable la frase que dijo Groucho Marx sobre el matrimonio: “es una gran institución, siempre que te guste vivir en una institución”. Y a mí me temo que no me gusta.





(1) Voy a repetir algo que ya he dicho más arriba, y es que me da igual que se trate de conductas legales o ilegales. Buena parte de los abusos familiares que puedes leer por ahí son delito, pero nadie los va a sacar a la luz, nadie los va a denunciar y nadie los va a juzgar. Porque, al contrario que en la violencia de género, sigue existiendo la idea de que son problemas privados.

(2) Una buena muestra de que esa omertá existe, cala y no sólo la aplica cada familia para dentro de sí misma. Yo entiendo que el tema que trataba de denunciar @NoSonDepravados es desagradable a más no poder, pero creo que nunca he visto tal nivel de virulencia en un acoso. Parecía casi como si se hubiera roto un tabú religioso. Da que pensar.

(3) Y sí, en una relación niño-adulto es el adulto el que tiene que crear el vínculo.

(4) No he puesto “en el amor” porque el amor sin cuidados no es amor ni es nada.




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martes, 9 de agosto de 2016

La inconstitucionalidad de las tasas judiciales

El otro día se publicó con grandes titulares que el Tribunal Constitucional había “tumbado” las tasas judiciales que impuso hace ya cuatro años (que se dice pronto) el Partido Popular (1). Por supuesto, la realidad es un poquito más complicada, pero no he encontrado buenas entradas de blog que la analicen para profanos. Así que hoy le vamos a dedicar un poco de espacio al asunto de las tasas judiciales y de su inconstitucionalidad.

¿Qué eran las tasas judiciales? Se trataba de un tributo impuesto por la Ley 10/2012, que había que pagar antes de que pudieras acudir a los tribunales a reclamar tus derechos. Las había en la jurisdicción civil (para iniciar el procedimiento y para recurrir), en la jurisdicción contencioso-administrativa (para iniciar el procedimiento y para recurrir) y en la jurisdicción social (sólo para recurrir). Es decir, para la práctica totalidad de procedimientos judiciales.

Su cuantía era muy alta. Por un lado había una tasa fija, que dependía del procedimiento que se quisiera iniciar, desde los 100 € del procedimiento monitorio hasta los 1.200 € del recurso de casación (2) en las jurisdicciones civil y contencioso-administrativa. Por otro lado había una cuota variable: un porcentaje de la cuantía del procedimiento, es decir, del valor de aquello que quisieras reclamar en el juicio (3). Eso quería decir que, a poco que pleitearas por una cantidad alta de dinero y llegaras a tribunales superiores, la tasa judicial se volvía prohibitiva: cientos o miles de euros.

La ley 10/2012 sufrió una enorme cantidad de reformas, de la cual la más importante se dio en 2015, cuando se excluyó de la tasa a las personas físicas. Desde ese año, ya sólo pagan tasas las personas jurídicas: empresas, asociaciones, ONG, etc. E incluso eso estaba destinado a durar poco: en abril se aprobó en el Congreso (con la aceptación, incluso, del PP) la eliminación de tasas para PYMES y ONG, de tal manera que sólo quedarían sujetas a ella las grandes empresas. Sin embargo, terminó la legislatura y no se pudo llevar a cabo el proyecto.

Y en este contexto sale la sentencia. Es una resolución larga, farragosa y no muy buena, que toma algunas decisiones incomprensibles. Por ejemplo: contra la ley 10/2012 y contra sus reformas hay interpuestos un montón de recursos. Lo lógico habría sido resolverlos todos a la vez. Sin embargo, la sentencia sólo aborda uno de ellos, el interpuesto por diversos diputados del PSOE contra la ley original. Los demás, supongo, irán siendo resueltos en sentencias más cortas. Otra cosa que hace es restringir su análisis a las tasas vigentes, que, como acabamos de ver, sólo se aplican a las personas jurídicas: no habla de la indefensión que sufrieron durante tres años miles de personas físicas.

¿Y qué es lo que dice la sentencia? Para empezar, no “tumba” las tasas. Primero, porque el concepto de las tasas es constitucional: el Estado puede obligarte a pagar un tributo antes de dejarte acceder a uno de sus servicios, como lo hace por ejemplo con la expedición del DNI. El problema aquí nunca ha estado en que las tasas sean constitucionales o no, sino en si la cuantía de estas tasas (las reguladas en la ley 10/2012) vulnera el derecho a la tutela judicial efectiva. Efectivamente, el Tribunal Constitucional, después de descartar algunas alegaciones menores relativas a otros puntos, dedica toda la sentencia a valorar el artículo 7 de la ley, que es precisamente el que regula dichas cuantías.

Aquí tengo que hacer un excurso. Hay veces que las leyes limitan o inciden en los derechos fundamentales. Para saber si esa limitación o incidencia es constitucional, el Tribunal Constitucional ha desarrollado a lo largo de los años un “test de proporcionalidad”. En primer lugar, se valora si la medida legal que está en cuestión (que en este caso serían las tasas judiciales) persigue un objetivo lícito. Y, en el caso de que lo persiga, hay que hacer tres preguntas escalonadas:

  •  ¿La medida es idónea, es decir, sirve para cumplir el fin que busca?
  •  Si es idónea, ¿es necesaria, es decir, no aparecen de forma evidente otras medidas que sean igual de idóneas pero restrinjan menos el derecho?
  • Si es necesaria, ¿es proporcional, es decir, no cae en un desequilibrio patente, excesivo o irrazonable?

Si la respuesta a las tres preguntas es positiva, la medida es constitucional. Si falla el test sólo en una de ellas, la medida no es constitucional. Por supuesto no es una herramienta perfecta, pero es mejor que analizar a las bravas. Y si cuento todo esto es, precisamente, porque el Tribunal Constitucional le aplica el test de proporcionalidad a las tasas judiciales.

¿Qué es lo que buscaba la ley 10/2012? Según su Exposición de Motivos, dos cosas: desincentivar que la gente presente demandas y recursos temerarios (litigar por litigar, sólo por fastidiar a la otra parte o por empantanar las cosas) y lograr que los usuarios financiaran en parte la justicia. Esos dos objetivos son lícitos, así que hay que aplicar el test. En el caso del primero el análisis termina pronto: la medida no pasa el test de idoneidad. Efectivamente, si quieres evitar que la gente presente demandas infundadas, la forma de hacerlo no es mediante una tasa que se aplica a todos y cada uno de los procedimientos judiciales. Así lo único que haces es discriminar por riqueza. Más aún cuando la tasa no se devuelve ni aunque ganes el pleito, es decir, ni aunque se demuestre que tu demanda tenía base.

En cuanto al segundo objetivo (financiación mixta de la Justicia), la tasa es idónea y necesaria en los términos que he expresado más arriba, pero no pasa el test de proporcionalidad. En otras palabras, sus cuantías son irrazonables o excesivas. No se trata de que impidan que la gente acceda a la jurisdicción (según el Tribunal hay medios suficientes para que quien no puede pagarlas no tenga que hacerlo, como la justicia gratuita), sino de que disuaden de iniciar un procedimiento a aquellas personas jurídicas que en principio tienen el dinero para abonar la tasa. No es exactamente lo mismo.

Es ese efecto disuasorio el que lleva al Tribunal Constitucional a declarar que las cuantías de las tasas judiciales, tanto las fijas como las variables, son desproporcionadas. No nos vamos a extender en su argumentación, pero da toda clase de razones: que el legislador no explica por qué elige esas cuantías y no otras, que (en el caso de la tasa para iniciar procedimientos) desincentiva las demandas de pequeña cuantía, que la tasa no es recuperable aunque se gane, que muchas empresas son pequeñas y no les sale a cuenta pagar ese pastón, que la cuantía variable de la tasa no tiene sentido alguno, etc. En definitiva, que las tasas no hay por dónde cogerlas.

El punto más polémico de la sentencia es el último, en el cual rechaza la posibilidad de devolver las tasas judiciales ya pagadas. El argumento es el siguiente: la tasa se ha declarado inconstitucional porque lo elevado de su cuantía acarrea “un impedimento injustificado para el acceso a la Justicia” (FJ 15). Si has podido pagarla, este impedimento no se ha producido y no se ha dado una lesión que deba repararse mediante la devolución de la tasa. Parece lógico, ¿no? Pues no, no demasiado.

El argumento es tramposo, porque el Tribunal lleva toda la sentencia diciendo algo que ya he mencionado más arriba: que el problema no es tanto que se impida el acceso a la justicia a quien no puede pagar la tasa, sino que se disuade a quien sí puede pero le supone un problema. Durante páginas y páginas se usa eso como base, se habla de empresas pequeñas que podrían pagar un procedimiento pero se les haría muy cuesta arriba, de costes que se acumulan, de esfuerzos económicos desproporcionados, etc. Todo el razonamiento se fundamenta en que, aunque puedas pagar la tasa, no es justo que tengas que hacerlo porque supone un sacrificio desproporcionado. Y, de repente, cuando se trata de devolver el dinero, el problema pasa a ser otro: que la tasa impide el acceso a la justicia, por lo que si pudiste pagarla no se lesionó tu derecho. El argumento es circular y no tiene nada que ver con el resto de la sentencia.

Entonces, ¿cómo queda después de esto el asunto de las tasas judiciales? De todas las tasas fijas que he mencionado al principio hay una que permanece: la tasa para iniciar procedimientos en la jurisdicción civil. Se trata de tasas de entre 100 y 300 € (según sea el procedimiento que inicies) que no fueron recurridas, así que el Tribunal Constitucional no se puede pronunciar sobre ellas  (4). Todas las demás (incluyendo la tasa variable) han sido declaradas inconstitucionales y, en consecuencia, anuladas. Esa anulación se proyecta sólo hacia el futuro: el Tribunal Constitucional le hace un inmenso favor a la Administración, puesto que declara que ésta no tiene la obligación de devolver nada de lo cobrado.

Por lo demás, la sentencia llega tarde. Años tarde. Nos hemos acostumbrado a que las sentencias de inconstitucionalidad tarden todo este tiempo, pero en realidad es una patología del sistema: se supone que deberían salir en un máximo de treinta días desde que los demandados formulen sus alegaciones. Treinta días, no cuatro años. Es una diferencia importante, sobre todo porque la ley 10/2012 ha estado vigente y surtiendo efectos durante estos cuatro años.

Ojo, esto no quiere decir que el Tribunal Constitucional esté cuatro años atrasado. No se trata de que un asunto que entre hoy en este órgano vaya a ser resuelto en 2020. Es peor: la agenda del Tribunal Constitucional es secreta y nadie sabe cuáles son sus prioridades. Algunos asuntos se resuelven en días o semanas; otros, en meses; la mayoría, en años. Recordemos, por poner tres ejemplos, que el recurso de inconstitucionalidad acerca del Estatuto de Autonomía catalán tardó también 4 años en resolverse, que el de la ley de matrimonio igualitario se demoró 7 y que el de la ley del aborto de 2010 va para 6 años. Esto no es tolerable.

No estoy particularmente contento con la sentencia. Declara inconstitucional una ley que todo el mundo sabía que era inconstitucional, sí, pero a cambio convalida todos los efectos perversos que produjo. Le hace un inmenso favor al PP, pues le evita tener que votar en el Congreso de los Diputados contra su propia ley, algo a lo que ya se ha comprometido. Declara, con un argumento bastante malo, que la Admininistración no tiene por qué devolver lo ya cobrado. Llega tarde. Y, sobre todo, muestra que el control de constitucionalidad de las leyes no funciona en absoluto.









(1) Me niego a referirme a estas tasas como “las de Gallardón”. Gallardón dimitió en septiembre de 2014, por el fiasco de su reforma en materia de aborto. En los dos años siguientes su sucesor ha mantenido las tasas. Sólo en la fallida legislatura anterior el PP aprobó una moción para eliminarlas por completo.

(2) El recurso de casación es el último que se puede interponer antes de ir ya al Tribunal Constitucional. Lo resuelve el Tribunal Supremo y normalmente ya no revisa los hechos sobre los que versó el pleito, sino sólo la forma en que los tribunales inferiores aplicaron el derecho.

(3) Por ejemplo, si querías reclamar una herencia de 10.000 € o recurrir una multa de 600 €, el porcentaje se calculaba sobre esas cantidades. Si en el juicio no se ventilaban cuestiones de tipo económico, se entendía que al valor del pleito era 18.000 €.

(4) Además, estas tasas no se pagan en caso de demandas por menos de 2.000 €, que es quizás la razón por la cual no fueron recurridas.




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sábado, 6 de agosto de 2016

Soberanía corporal

Cada cierto tiempo se lanza por Twitter alguna iniciativa de lo que se conoce como “bodyposi”: se trata de mostrar que existen cuerpos diversos, que no todo se agota en los cánones de belleza que tragamos a cada momento y que eso es bueno. Los mensajes bodyposi están inseparablemente ligados al feminismo, porque (menuda sorpresa) resulta que esos estándares de belleza son mucho más intensos para las mujeres que para los hombres. Así que no es extraño que cada vez que se inicia una campaña de este tipo aparezcan mil trolls machistas a quejarse de esa intolerable desviación del estándar de Lo Que Debería Ser Una Mujer De Verdaz (Marca Registrada).

El último caso es el de #MiVelloMisNormas, que va sobre el espinoso asunto (pun intended) de la depilación femenina. Porque claramente existe una disparidad en el hecho de que yo pueda ir como un oso pardo y nadie me diga nada pero si cualquier mujer intenta hacer lo mismo vaya a sufrir toda clase de críticas y presiones machaconas. En estos temas se da una paradoja curiosa: los mismos gilipollas que dicen que esta presión no existe (“¡nadie te pone una pistola en la cabeza!”) son los que la ejercen cuando intentan lastrar esta clase de iniciativas.

Hay varios (ejem) argumentos comunes que aparecen en la boca de todo el que critica las iniciativas bodyposi: la deseabilidad sexual (“con esos pelos nadie va a querer follarte”), la higiene (“es que los pelos son antihigiénicos”), la salud (que no se aplica a esto pero sí al tema de la gordofobia), etc. Pero de ellos ya hablaremos otro día, porque hoy quiero comentar mi favorito: el que dice que las campañas bodyposi (o en general el feminismo) son una excusa. ¿Para qué? Para las más variadas maldades: para no depilarse, para enseñar cacho, para ser una guarra que va en contra de la sociedad, para no ponerse a dieta o incluso parahacer cosas, así en abstracto.

Me flipa muchísimo el uso de la palabra “excusa” en este contexto. Dice la RAE que una excusa es un “motivo o pretexto que se invoca para eludir una obligación o disculpar una omisión”. Es decir, que una excusa es lo que decimos cuando no queremos hacer aquello que debemos pero no tenemos ninguna buena razón para escaquearnos. El uso del término es muy revelador, porque indica que las mujeres (insisto, principales beneficiarias y abanderadas de la lucha bodyposi) tienen toda una serie de obligaciones o deberes sobre sus cuerpos: no enseñarlos por redes sociales, estar depiladas, mantener un peso aceptable…

Esto me hace pensar. Las obligaciones son dialécticas: se tienen siempre hacia alguien. No existen las autoobligaciones: si no hay una persona que me pueda exigir que haga X cosa, no tengo obligación alguna de hacerla. Ojo, que esa exigibilidad no tiene por qué ser judicial. No estoy hablando de Derecho ni de la posibilidad de demandar a un deudor, sino de algo mucho más básico: en toda obligación hay una persona A que tiene un deber (entregar algo, hacer algo, abstenerse de hacer algo) y una persona B que puede esperar legítimamente que A cumpla por su parte. Si A no lo hace, B se sentirá defraudado y con el derecho de, como mínimo, abroncar a A por su incumplimiento.

¿Quién es esa contraparte? Si las mujeres tienen alguna clase de obligación de depilarse, ir monas o adelgazar, ¿quién es esa persona (o grupo de personas) que se va a sentir defraudada si no lo hace? Pues evidentemente lo que queda de la población, que excluyendo al pequeño porcentaje de personas no binarias, somos los hombres. En otras palabras, el uso del término “excusa” es muy revelador, pues demuestra que quien lo emplea cree que las mujeres tienen obligaciones sobre su propio cuerpo hacia los hombres: básicamente, encajar en el canon de belleza.

Y claro, quien sostiene este discurso (normalmente, oh sorpresa, hombres) ve con desagrado que hay mujeres enseñando sus pelos, sus kilos, sus estrías y demás características físicas incompatibles con el canon. Esto es lo que explica que salten tan rápido con toda la batería de argumentazos que mencionaba más arriba: la deseabilidad sexual, la higiene, la salud, etc. Porque en realidad, si uno lo piensa fríamente, ¿qué te importa a ti lo que hagan unas cuantas desconocidas para mejorar su autoimagen? ¿Qué más te da? ¿Por qué esa necesidad de insultar, de hundir, de humillar? Porque te sientes personalmente agredido, claro. Si mujeres ajenas al canon aman sus cuerpos y pasan de intentar cambiarlos, están traicionando sus obligaciones hacia ti. Y eso escuece y merece castigo.

Es posible que alguno de estos trolls lea esta entrada y me suelte que cuando insulta a una gorda lo hace por su salud y cuando se mete con los pelos de las feminazis se limita a expresar sus gustos sexuales. No cuela. Yo también tengo mis preferencias estéticas hacia las mujeres y también puede preocuparme la salud de alguien con quien me cruce en Internet. Y está bien que tú hagas lo mismo. Pero el hecho de que te creas con derecho a increpar a una desconocida (1) y a exigirle que cuadre en tus esquemas mentales de “lo que es una mujer” demuestra que piensas que ella tiene obligaciones hacia ti.

El problema, por supuesto, es que esas obligaciones no existen. Si hay algo que cada persona pueda afirmar que es suyo es su cuerpo. De la piel para dentro nadie puede decirte nada. Nuestra soberanía corporal es absoluta. Tenemos el derecho de cuidar nuestro cuerpo y de destrozarlo, de llenarlo de comida sana o de drogas, de ejercitarlo o de dejar que se reblandezca, de pintarrajearlo, de tatuarlo y, sí, de dejar que se desarrolle como quiera. Con más o menos pelo, con más o menos lorzas. Y pretender que esa soberanía no existe, que las mujeres de tu entorno (o las desconocidas de Internet) te deben algo es no haber entendido nada.

El feminismo o la lucha bodyposi no son “excusas” para no cuidarse, para hacerse fotos y subirlas a Internet o para dejarse el vello corporal en paz (2). Y no lo son porque se trata de actos que no requieren excusa: mi cuerpo es mío y hago con él lo que quiero. No tengo que dar explicaciones ni le debo nada a nadie, y mucho menos a cualquier gilipollas de Internet. Y esto, que está muy claro si lo digo yo (que soy, no lo olvidemos, un hombre cis), deja de estarlo cuando lo dice una tía. Y no, mira, no.

Así que, amigo internauta, resiste. Yo sé que los dedos te pican y que te mueres por llamar orco peludo a esa tía que se ha atrevido a subir a una foto a Twitter sin pedirte permiso. ¡Es una transgresión en toda regla! Pero contente. Pregúntate qué hace que te sientas con derecho a tratar de avergonzar a una mujer que se siente bien con un cuerpo que consideras feo. Pregúntatelo de verdad. La respuesta no va a gustarte, pero oye, hay una salida: deja de hacer esa clase de cosas. Ya ves tú qué fácil.






(1) Hay quien pone el ejemplo de su pareja. “Si mi novia engorda o se deja los pelos, corto con ella”. “Si ligo con una y resulta que no está depilada, ahí se queda”. Bueno, cada cual tiene sus preferencias sexuales y sus gustos estéticos, pero si no entendemos que dichas preferencias y gustos están mediatizados por el sistema en el que vivimos nunca iremos a ninguna parte.


(2) He escrito la frase de forma consciente. “Dejarse el vello corporal en paz”, porque el pelo sale solo y la acción es depilarlo. Que a veces lees sobre estas cosas y parece que la gente no acaba de pillarlo.



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