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jueves, 24 de enero de 2013

El principio de precaución


El principio de precaución es algo a lo que vamos a tener que enfrentarnos los escépticos durante mucho tiempo, especialmente aquellos que tienen como campo de actuación los transgénicos, el medio ambiente o las vacunas. Es algo que ha llegado para quedarse, y por ello el movimiento escéptico tiene que entenderlo bien. Este texto pretende ser una breve introducción a qué es y cómo funciona.

Tradicionalmente el Derecho se enfrentaba a lo que ha dado en llamarse “peligros”. Los peligros son amenazas de daño que derivan de la naturaleza, como puedan ser los incendios forestales, las sequías, las hambrunas, las enfermedades o los terremotos. Se trata de amenazas accesibles al conocimiento medio, lo que significa que cualquiera puede ver que son una amenaza. Por ello no hay ningún problema en que el Derecho los tipifique como elementos a eliminar. Se busca el “peligro cero”: erradicar las enfermedades, evitar las hambrunas, atajar los incendios y evitar su propagación, etc.

Para evitar los peligros nuestros mejores aliados son la ciencia y la tecnología. El nuevo conocimiento que éstas aportan nos permite producir más alimentos, llevar el agua a todas partes, poder curar y prevenir las enfermedades y demás. Sin embargo la ciencia, a la vez que nos salva de peligros, nos aboca a riesgos. Los riesgos son precisamente amenazas que no vienen de fuera, sino que derivan de la decisión humana plasmada en tecnología.

Al contrario que los peligros, los riesgos no son accesibles al conocimiento medio: es necesario conocimiento experto, científico, para medirlos o incluso para saber que están ahí. Y a veces ni siquiera eso basta: en materias punteras, que avanzan muy rápido, es perfectamente posible que haya debates sobre qué es y qué no es seguro. Los estudios tardan en hacerse, publicarse y replicarse, y aquí el tiempo es vital porque si hay un riesgo éste puede concretarse en cualquier momento. Puede que los científicos que hacen algunos de los estudios se equivoquen, o simplemente que no se les ocurra cruzar los efectos de la materia en que trabajan con los efectos de otra distinta. A la larga el problema se corregirá pero, como hemos dicho, aquí el tiempo importa.

El Derecho no puede reaccionar hacia los riesgos de la misma manera que hacia los peligros. No se puede tender al riesgo cero, porque ello implicaría prohibir la tecnología que genera el riesgo y caer de nuevo en manos del peligro, y eso es inasumible. Al contrario, el Derecho debe buscar alejarnos de los peligros, y en consecuencia legalizar, regular e incluso fomentar las tecnologías arriesgadas. Para ello, ha de fijar el nivel de riesgo que una sociedad tolera, y regular a partir de ahí.

Esta decisión no tiene bases científicas sino políticas: los científicos pueden medir, con mayor o menor precisión, qué riesgo tiene una tecnología, pero eso no dice nada sobre si una sociedad va a tolerar ese nivel de riesgo o no. Aquí se plantea por primera vez el principio de precaución, que está presente en el debate sobre qué debe regularse, cómo y con qué umbrales.

Supongamos que este primer estadio ha pasado ya y la tecnología está legalizada. De repente se concreta el riesgo. Nadie ha actuado con negligencia, nadie ha mentido para obtener una licencia, no hay dolo… simplemente se concreta un riesgo que todos sabían que podía darse. Aún peor: tenemos un daño que parece que deriva del riesgo pero no se puede estar seguro. Esto supone un problema nuevo de la sociedad del riesgo: antes si se concretaba un peligro se sabía qué era y dónde estaba. Un incendio forestal es un incendio forestal: se sabe dónde está y se tienen protocolos preparados para enfrentarse a él. Ahora, con los riesgos, no es así. ¿Qué pasa si el Estado manda retirar un producto presuntamente dañoso y luego se demuestra su inocuidad? Y, en sentido contrario, ¿qué pasa si el Estado permanece pasivo y luego se demuestra que el producto era dañoso?

En el caso que acabamos de describir los hechos son imposibles de determinar por el momento y sin embargo se le está exigiendo al Estado que actúe y que lo haga ya porque se están irrogando daños. Esto es algo absolutamente novedoso en Derecho, porque tradicionalmente la Administración puede esperar a saber, al menos, qué está pasando. Aquí, haga lo que haga va a carecer de cobertura jurídica, porque no tiene base fáctica ni para decidir actuar ni para decidir no actuar. Al final, actúe o no, tendrá que enfrentarse a reclamaciones por parte de los afectados por la medida.

Es aquí, precisamente aquí, donde opera el principio de precaución en su versión más jurídica. Es una cobertura para que el Estado pueda actuar de urgencia contra productos de los que se sospecha que pueden estar causando daños. Con el principio de precaución se asume que el Estado puede equivocarse y no por ello va a tener que enfrentarse a reclamaciones judiciales por parte de los empresarios afectados. Por supuesto, para que el principio de precaución le proteja debe aplicarlo de forma proporcionada.

Un buen ejemplo está en la crisis de los pepinos en Alemania: de repente empiezan a aparecer enfermos en hospitales, algunos de los cuales mueren. Al comparar las listas de alimentos los indicios apuntan a una partida de pepinos procedentes de España. No hay tiempo de hacer análisis ni pruebas: está muriendo gente y hay que ir contra cualquier cosa que pueda ser la causa, para evitar, simplemente, que siga habiendo muertos. Finalmente el Estado se equivocó, pero con las pruebas que tenía y el escaso tiempo de reacción de que disponía tampoco podría haber hecho otra cosa.

Este es el verdadero sentido del principio de precaución. Sin embargo, cabe decir que después del desastre de Fukushima se ha visto algo modificado en su formulación. Después de Fukushima ya no es necesario que se produzca un daño para aplicar el principio, sino que se puede invocar ante meras hipótesis. Esto y no otra cosa es un test de estrés, se le aplique a las centrales nucleares o a la banca: comprobar que la entidad examinada podría resistir los embates de una situación externa extremadamente grave (aunque su probabilidad sea muy baja) y sancionarle si no lo hace.

En conclusión, el principio de precaución es una realidad jurídica muy concreta, que surge para gestionar los riesgos derivados de la técnica. Supone una auténtica revolución por cuanto capacita al Estado para incidir de forma sustancial en la esfera jurídica privada sin que se haya probado un solo hecho.


 Para ampliar conocimiento sobre este tema:

·         Sobre la influencia de la gestión del riesgo en el Derecho administrativo. José ESTEVE PARDO, 2003. “De la policía administrativa a la gestión de riesgos”, en Revista española de Derecho administrativo (nº 119).

·         Sobre el principio de precaución en España y la UE. Dimitry BERBEROFF (coord.), 2003. El principio de precaución y su aplicación en el Derecho administrativo español. CGPJ-Centro de Documentación Judicial.

·         Una visión crítica sobre el tema. Cass R. SUNSTEIN, 2009. Leyes de miedo: más allá del principio de precaución. Katz.







sábado, 19 de enero de 2013

Las manifestaciones no comunicadas


Siempre que hay una manifestación espontánea o no comunicada asistimos a un diálogo de besugos sobre el régimen en que se mueven estas reuniones. Que si son ilegales, que si son legales pero ilícitas, que si están en un limbo, que si autorizaciones y no comunicaciones… Con este breve post quiero esclarecer de una vez por todas este asunto.

Para empezar hay que partir, como siempre, de la Constitución. El artículo 21 es muy claro: el ejercicio del derecho de reunión no requiere autorización previa, pero si se trata de manifestaciones debe comunicarse a la autoridad. Ésta podrá prohibirla sólo si aprecia razones fundadas de alteración del orden público con peligros para personas o bienes. Ahora bien, ¿qué pasa si los convocantes incumplen esta obligación constitucional –o si no hay convocantes definidos- y no se realiza la comunicación previa?

Aquí pasamos ya a la ley. Ésta clasifica las reuniones en lícitas e ilícitas cuando dice que “son reuniones ilícitas las así tipificadas por las leyes penales” (artículo1.3 LODR): a sensu contrario, son lícitas las no tipificadas. Pues bien, el Código Penal, en su artículo 513, define las reuniones ilícitas como aquellas que se celebren para cometer algún delito y aquellas a las que concurran personas armadas. Las reuniones a las que les falta la comunicación previa no serán ilícitas por este mero hecho: es sólo un requisito administrativo para facilitar la armonización del derecho con el tráfico urbano, el ejercicio del mismo derecho por otros grupos o la seguridad.

El hecho de que las manifestaciones sin comunicación sean lícitas tiene importantes consecuencias. Para empezar, la ley contiene un mandato muy claro: “la autoridad gubernativa protegerá las reuniones y manifestaciones frente a quienes trataren de impedir, perturbar o menoscabar el lícito ejercicio de este derecho” (artículo 3.2 LODR). Igualmente, una manifestación lícita sólo puede ser disuelta si se produjeran alteraciones del orden público con peligro para personas o bienes o si los asistentes llevaran uniformes paramilitares (artículo 5 LODR). En tercer lugar, los convocantes siguen siendo responsables subsidiarios de los daños que se produzcan pero su responsabilidad no se ve agravada (artículo 4.3 LODR).

¿Qué consecuencia tiene entonces la ausencia de comunicación? La Ley Orgánica 1/1992, de Protección de la Seguridad Ciudadana, la tipifica como infracción grave (artículo 23.c LOPSC). Estas infracciones pueden ser consideradas muy graves en atención a ciertas circunstancias (artículo 24 LOPSC). Por ello, los convocantes de una manifestación no comunicada pueden enfrentar sanciones de entre 300 y 30.000 € si la infracción es grave y de 30.000 a 60.000 € si es muy grave. Sin embargo, hay que matizar que es raro que se aprecien infracciones muy graves. Por ejemplo, en Rodea el Congreso se afectó al servicio de autobuses durante horas: a pesar de que ello bastaría para convertir la infracción en muy grave, la sanción impuesta al convocante (6.000 €) entra en el rango de las graves.

En definitiva, la ausencia de comunicación no lastra la reunión ni la convierte en ilícita. La licitud o ilicitud vendrá de otras vías y podrá afectar a cualquier manifestación, haya o no haya comunicación. La ausencia de comunicación sólo afecta a los convocantes.

 ADDENDA: Me entero de que Cristina Cifuentes ha afirmado que las celebraciones de éxitos deportivos no se consideran derecho de reunión porque no se está reivindicando nada. Nadie las comunica a Delegación y nadie sanciona esta ausencia de convocatoria porque la delegada afirma que no son su competencia. Esto me confirma que esta mujer se sacó su Licenciatura en Derecho copiando, porque a efectos de la LODR “se entiende por reunión la concurrencia concertada y temporal de más de 20 personas, con finalidad determinada” (artículo 1.2 LODR), sea esta finalidad reivindicativa o festiva. Igualmente, el artículo 2 no excluye del ámbito de la ley las reuniones que no tengan finalidad política. Por tanto estas reuniones quedan dentro del ámbito del derecho de reunión, son competencia de Delegación del Gobierno y Cristina Cifuentes ha reconocido en un medio público que o es una inútil jurídica o es una prevaricadora hipócrita.