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viernes, 2 de octubre de 2015

Marbury contra Rajoy

El Tribunal Constitucional es, de facto, el órgano que está en la cúspide de nuestro sistema judicial. Se supone que no debería ser así, que una cosa es el sistema judicial (una pirámide con el Tribunal Supremo en el vértice) y otra el Tribunal Constitucional (un órgano independiente que decide si las leyes son constitucionales y que protege los derechos fundamentales de los ciudadanos frente a vulneraciones de otras instituciones), pero en la práctica funciona como una tercera o cuarta instancia de recurso.

Gracias al rodillo parlamentario del PP se ha aprobado hoy en el Congreso de los Diputados la reforma de la LOTC que analizamos en la última entrada. Esta reforma, cuando salga aprobada (tiene que ir al Senado y volver al Congreso), dará al Tribunal Constitucional una serie de facultades inconstitucionales, como la de suspender por tiempo indefinido a cualquier cargo político o habilitar al Gobierno para que invada competencias autonómicas. Y el otro día, pensando en este caso, recordé un episodio histórico.

En 1803, en la recién nacida república estadounidense, el Tribunal Supremo dictó la sentencia Marbury v. Madison. Los hechos eran los siguientes: en 1800 había habido elecciones y el presidente, el federalista John Adams, las había perdido. El ganador había sido Thomas Jefferson, del partido republicano-demócrata. Pues bien: en el tiempo que pasó entre las elecciones y la toma de posesión de Jefferson, el ejecutivo saliente trató de, al menos, asegurarse el control del poder judicial y se puso a nombrar jueces como loco, desde los distritos locales hasta el Tribunal Supremo. Con tan mala fortuna de que, en el ajetreo de los últimos días, cuatro de los nombramientos, ya firmados y en regla, no se expidieron.

Uno de esos nombramientos (de un Juzgado de Paz del Distrito de Columbia) correspondía a William Marbury, que hizo lo que procedía: reclamárselo al secretario de Estado entrante, James Madison. Su sorpresa debió ser grande cuando Madison, en lo que sólo puede definirse como un ataque de cabreo, se negó a entregárselo. Así que le demandó.

El Tribunal Supremo estadounidense estaba en una posición curiosa. Por un lado Marbury tenía razón (el nombramiento le correspondía), por lo que no podía fallar en su contra. Pero tampoco podía fallar a su favor, ya que eso le enemistaría con el ejecutivo entrante, al cual de todas formas no podía obligar a cumplir. Así que, ¿qué hizo? Salirse por la tangente. Declaró que la ley que regulaba el nombramiento de los jueces, que le otorgaba al Tribunal Supremo la facultad de resolver los conflictos que surgieran, era inconstitucional. Según el razonamiento del Tribunal, la decisión de Madison era ilegal pero la forma de corregirla no era una demanda ante el Tribunal Supremo, porque la Constitución le daba a este órgano una jurisdicción más limitada.

¿Por qué la sentencia Marbury v. Madison es importante? Por una razón: es la primera sentencia judicial que afirma que los jueces tienen el derecho (y el deber) de controlar que la ley se ajusta a la Constitución. El control de constitucionalidad de las leyes no está previsto en la Constitución estadounidense: fue una creación del Tribunal Supremo en el caso Marbury. Razona acertadamente que si hay una Constitución escrita es para que todo el mundo, legislador incluido, la cumpla, y que son los jueces los que deben apreciar si es o no es así. El juez no puede limitarse a partir de la ley, como si la Constitución no existiera.

Esta historia me ha venido a la cabeza porque el caso es análogo: una ley que le concede competencias inconstitucionales al órgano que está en la cúspide del sistema judicial. Que ya hay que tener puntería para que tu reforma cuasifranquista te sitúe en un punto donde se te pueden lanzar palabra por palabra argumentos de hace 200 años. Pero oye, el gobierno de Rajoy es así: preciso.

Ahora habrá que ver qué sucede cuando esta ley acabe recurrida ante el propio órgano que tiene que aplicarla. Al fin y al cabo sí hay una diferencia: el caso Marbury v. Madison era un problema para el Tribunal Supremo estadounidense, mientras que la reforma de la LOTC no pone en ningún conflicto al Tribunal Constitucional español. Al contrario, le da poder coercitivo. Ante esto cabe preguntarse: ¿qué va a pasar cuando esto acabe recurrido ante el propio órgano que se beneficia de la reforma? ¿Será el Tribunal Constitucional lo bastante honrado como para anular la ley que amplía sus competencias por encima de la Constitución? ¿O se buscará un subterfugio para mantenerla?

Por desgracia vivimos en un mundo donde esa pregunta acabará teniendo respuesta.


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